Una
y otra vez, aquella pesadilla invadía mis pensamientos y recorría los recovecos
de mi mente a su placer. Sabía que en el fondo era eso, simplemente una
pesadilla. Aún así, en aquel bosque, esa bestia atroz me rondaba hasta que tropezaba
y era su presa fácil. Cada vez, aquella pesadilla era mucho más real y creíble.
Había perdido la cuenta de cuántas veces llevaba soñando con ello. Una y otra
vez. Quizás, esto carecería de importancia si yo realmente fuera una chica
normal. No lo era, en absoluto. Se podría decir que desde bien pequeña me uní
fuertemente un vínculo fantástico. Comenzó con un kit de cómo ser un mago que
me regaló mi madre tiempo atrás. Luego mirando fijamente los objetos para
tratar de desplazarlos a mi placer, cosa que me producía unos tremendos dolores
de cabeza. Pero sin duda, aquello que ayudó a que continuase creyendo del mismo
modo, fueron las adivinaciones. Por las noches tenía sueños que luego se hacían
reales al cabo de un tiempo. Quizás no exactamente como soñaba, pero pensé que
eso debía de tratarse de que necesitaba mucha práctica para alcanzar la
perfección en mis predicciones. Sin embargo, esta pesadilla era mucho más
terca. Jamás había soñado algo con tanta perseverancia e intensidad. Además que
yo antes, solía soñar con cosas mucho más normales y cotidianas. Por esa razón,
se me ponían los pelos como escarpias solo de pensar en que llegaría el día en
el que me encontraría cara a cara con el monstruo.
-Alexandra
Violet Hudson, ¿le importaría venir un momento?-Me llamaba mi abuela desde el
comedor, provocando un eco que el imperial silencio que reinaba en la casa se
disolviese.
Me
apresuré en bajar las escaleras de aquella mansión regia. Estaba decorada al
detalle, con un gusto exquisito, aunque un poco antiguo para mi gusto. Todas
las alfombras, los candelabros, las mesitas, los pomos de las puertas, las
cortinas, las paredes forradas de papel…
La
gatita Mimí me siguió el paso, bajando las escaleras a mi lado. Mimí era una
gata blanca, gorda y peluda. Llevaba un collar rosa, con cristales incrustados
y un cascabel plateado. Era una gatita muy cariñosa, pero cuando mi abuela la
ponía en su regazo se volvía arisca y violenta. Seguramente, mi abuela la
acariciaba demasiado, tanto que debía agobiar al pobre animal. Yo pensaba que
algún día inesperado aparecería sin pelo, como uno de esos gatos pellejudos que
parecen ratas.
Al
fin, alcancé el lugar donde mi abuela reposaba majestuosa en su gran sillón de
piel. Mi abuelo no estaba, seguramente había ido de caza con su amigo. Mi
abuela se quedaba en la mansión esperando su llegada, tejiendo jerséis para el
invierno o viendo su culebrón favorito en la televisión. Pero sabía que no
llegaría ni tan siquiera para cenar. Nunca llegaba a tiempo, y siempre decía lo
mismo: “No tardaré mucho”. Mi abuela al principio se enfadaba con constancia
cuando eso ocurría. Recorría angustiada la casa como un animal enjaulado.
También maldecía con palabrejas cultas a mi abuelo. Pero nunca llegamos a oírla
insultar con farándulas de barrio bajo, como ella misma lo llamaba.
Mi
abuela llegó a acostumbrarse de la situación en la que vivíamos casi todos los
días. Dejó de pasear por la casa inquieta, dejó de mostrar su enfado. Comenzó a
serenarse, aunque de un modo algo más melancólico. A partir de ahí, comenzó a
mostrarse más malhumorada con los demás y con mucha más frecuencia. Luego se
sentaba en su sillón, y pasaba las horas mirando el fuego en invierno. En
verano, se sentaba orientada hacia la ventana que daba a los jardines. En esos
momentos de soledad, por mucho que había intentado alentarla en algunas
ocasiones, mi compañía no era bien recibida. La única que podía suponer un
apoyo para mi abuela era la gatita Mimí. Por ello, la quería y apreciaba tanto.
Era una amiga, a la cual le contaba sus preocupaciones y cosas del día a día.
Así que daba todo su cariño en aquellas caricias tan exageradas que agobiaban
al indefenso animal.
Al
ver a Mimí a mi lado, mi abuela la llamó. Sin embargo ella se refugió detrás de
mí, ignorándola por completo. Hizo de nuevo una mueca de amargura. Luego me
miró a mí, con una ojeada seria y constante. Parecía estar rumiando algo en su
cabeza que deseaba contarme de un momento a otro. Mi abuela no era nada
cariñosa conmigo. Pensé que igual solo me había llamado para hacerla compañía,
aunque ella nunca la había tratado como si realmente fuese su abuela. Todo lo
contrario, solía mantenerla muy ocupada haciendo tareas de la casa. Aunque era
una chica aplicada a mis estudios, siempre que traía la buena noticia no recibía
ni tan siquiera una sonrisa.
Yo
creía que mi abuela me odiaba con toda su alma o que incluso pensaba que todo
aquello era por mi culpa. Desde aquel día que había ido a dormir a casa de una
amiga, al día siguiente acudieron a recogerme y nadie volvió a saber nada de
ellos. Cuando me enteré de la noticia fue un golpe muy duro. Mi abuela me
ofreció su mansión para vivir, pero nunca esa decisión había sido de su agrado.
Ella decía que era una niña muy rara y endemoniada. Tanto me lo decía, que me
preguntaba por qué razón aceptaría quedarse conmigo. Quizás sentía compasión,
quizás le recordaba a mi madre. Pero con los años le dominó la amargura hasta
llegar el momento en el que yo solo parecía un fantasma errante recorriendo los
pasillos con los retratos familiares, trasteando en habitaciones de invitados,
bajando al sótano para buscar en los baúles empolvados por el tiempo y el
olvido, curioseando los jardines exteriores de la gran casa… Mi abuelo no
sabría decir a ciencia cierta si realmente era peor o algo mejor, porque
él ni tan siquiera parecía importarle que estuviera por allí. A veces ni se
acordaba de que vivía en aquella casa. Sin embargo, no podía hacer nada para
evitar esa triste realidad que envolvía todos los días de mi vida. Ya estaba
más que habituada, asique los tratos afectivos de mis padres quedaron
enterrados por años de martirio.
-Alexandra,
tome asiento a mi lado por favor.
Asentí
con la cabeza y con la misma brevedad tomé asiento tal y como ella quiso en ese
momento, a su lado en aquel gran sillón anticuado y extremadamente detallado en
sus bordes dorados. Los mismos bordes dorados que se incrustaban en las piernas
y los brazos.
-Parece
ser que Oxford desea que estudies allí, dígame... ¿Realizaste una prueba de
acceso sin mi permiso?
-La
realizamos todas, nuestro internado tiene un nivel muy alto. Tanto que a la
universidad de Oxford le ha parecido…
-No
es el único centro que ha aceptado tu solicitud. Lo curioso es…-Entonces tomó
un fajo de cartas y comenzó a depositar una por una en una mesita que había al
lado.- Que todas éstas, son extranjeras.
Al
terminar de depositar las cartas me lanzó una mirada autoritaria y sagaz.
Comprendí que no podría hacer nada para ocultarlo. Engañar a mi abuela era como
intentar vivir sin respirar. Sí, igual de imposible.
-¿Acaso
desea usted salir de esta casa? ¿Sabe lo que cuesta mantenerla? No tengo la más
mínima obligación de hacerlo, y lo estoy haciendo. A mis setenta y un años
estoy criando a una niña y yo ya no tengo edad para eso. Oiga, si realmente no
le interesa su estancia en esta casa, puede ir camino a la puerta y
desaparecer. No la necesitamos. Es más, a veces su comportamiento resulta
estridente e inadecuado. No parece usted una señorita, debería empezar a madurar
y comportarse como tal.
Agaché
la cabeza, pero no tardó en protestar por ese gesto y me obligó a volverla a
levantar y mirarla a los ojos. Continuó su charla, que poco a poco fue
imposible de seguir. Suspiré y volvió a alterarse.
Entonces
Mimí se subió a mis piernas para buscar mi regazo. Otra mirada de mi abuela,
esta vez, conteniendo una ira casi explosiva dentro de su ser.
-Mire,
usted va a continuar sus estudios en un internado femenino y se acabó la
tontería.
-¡Pero
abuela! ¡Usted no lo entiende! Estoy harta de compartir habitación con chicas
que lo único que buscan es mi ruina.
-¡No
me levante la voz señorita!
Lo
cierto era que llevaba casi toda mi vida en internados femeninos, al menos
desde que vivía con mi abuela. Compartía habitación con chicas que se
desentendían de mi o algunas que seguramente no soportaban mi existencia.
Cuando tenía la oportunidad, me escaqueaba de aquellos internados para dormir
en los alrededores. Tenía un fuerte vínculo con la naturaleza, y todo aquello
que creado por el ser humano, incluido el ser humano, me resultaba lacio.
-Como
me entere yo de que intentas entrar otra vez en un centro educativo sin mi
previa consulta y consentimiento, se te va a caer el pelo.
Me
mandó castigada a mi cuarto, sin perder la compostura, pero irradiando
desprecio y rabia. Me lo tomé como una reacción normal, era como solía tratarme
todos los días por lo que no vi nada pasmoso.
Mimí
me acompañó, ignorando de nuevo que mi abuela la llamaba. Pero no fuimos a mi
cuarto como ella me había ordenado. Fuimos a escondidas al sótano de la casa.
Abrí
la puerta, que rechinó como en las películas de terror. Bajamos las escaleras,
que estaban sucias y viejas. Al llegar, el pequeño tragaluz nos iluminó un poco
mejor el camino. Aquel lugar era mágico; era una macedonia de trastos antiguos
que hoy en día ni se sabían de su existencia por el paso del tiempo y montañas
de libros que ni sabía de qué eran. Paseé mi mano por las estanterías para ver
qué podía leerme esta vez. Había cosas interesantes, y cosas aburridas. Una vez
encontré el diario de una mujer que debía ser mi tatarabuela o algo similar.
Todo sin embargo, tenía una conexión. Un libro te llevaba a otro, y el otro al
de al lado. Así estaban ordenados en las estanterías. De pronto un estruendo me
asustó. Era Mimí, que había tirado una caja al suelo. La acaricié y recogí la
caja del suelo, ya que pensaba que podía haber sido algo de más valor y así
también la tranquilicé a ella. Me entró cierta curiosidad y quise ver el
contenido de esa caja polvorienta y deteriorada. No fue fácil abrirla. Tuve que
usar mi imaginación y mi maña para poder abrirla. En su interior había de todo:
Había cuadernos de anotaciones, hojas sueltas, libros de gran grosor, objetos
extraños que no había visto antes…Algunas anotaciones contenían criaturas
extrañas, que incluían unos dibujos con perspectivas detalladas de las bestias.
Me pregunté si encontraría algo que coincidiese con la pesadilla que tenía
todas las noches. Sin embargo no pude encontrarlo porque había páginas que
estaban rotas y les faltaba información, o algunas que directamente estaban
arrancadas. La caja también contenía un mapa viejo y arrugado, que me costó
bastante desplegar evitando que se rajase. No se parecía en nada a ningún
continente existente, lo miré con curiosidad pero lo acabé ignorando. Justo
cuando iba a cerrar la caja con todos esos trastos dentro con cierta
desilusión, un brillo especial surgió desde el interior de ella. La vacié de
nuevo entonces, con cautela y una renovada curiosidad. Aquel brillo azulado
pude diferenciarlo mejor cuando lo extraje de la caja; Era un cristal. Lejos de
ser un cristal corriente, aquel poseía brillo propio. Y, fijándome bien, en su
interior parecía verse algo. En ese cristal, pude apreciar paisajes inéditos,
criaturas volubles, artilugios chocantes, arquitecturas particulares...Parpadeé
perpleja. Lo mejor de todo, y que más me sorprendió, fue que el cristal flotaba
en mi mano a los pocos segundos de sostenerlo con la palma abierta. Un olor
espeluznante surgía del interior de la caja. Entonces la miré de nuevo y
extraje lo que había en el fondo. Pesaba y olía fatal. Mimí, mostró un interés
por el libro que me pareció extraordinario. Cuando pude diferenciarlo mejor, vi
que la portada estaba escrita en una lengua extraña. Con jeroglíficos y
garabatos extraños. Lo único que intenté y pude leer era la palabra principal
de en medio; Karshia.
Al
pasar el dedo por la tapa, dejaba una estela azulona iluminada, que se
difuminaba al dejar el contacto con el libro. Me sobresalté y me quedé con la
boca abierta. No entendí nada. Todo aquello era tan extraño y ajeno al mundo
real, que produjo un incremento de mi interés. Era totalmente sorprendente, y
me preguntaba cómo había llegado ese libro a aquel sótano.
-¿Qué
clase de libro es este?-Me pregunté mientras me temblaban las manos de miedo y
alegría a la vez. Toda mi vida, desde pequeña, soñaba despierta con que me
ocurriese algún suceso sobrenatural, ya que creía que la magia y la imaginación
eran mucho mejor que la realidad. Paseé mi dedo por la portada, fijándome bien
en aquella estela.
Abriendo
la primera página no entendí nada, fui pasando las hojas que se iluminaban con
el contacto de mis dedos. Mis ojos deberían estar en ese momento radiantes de
expectación. Necesité pellizcarme para comprobar que estaba viviéndolo de
verdad. Una de las páginas provocó que dejase caer el libro exclamando de la
sorpresa, y del terror. Me tapé las manos con la boca. Había encontrado las
hojas de los cuadernos que faltaban. Estaban puestas entre esas dos hojas del
libro. Y digo estaban, porque al soltarlo de golpe salieron desperdigadas unas
por un sitio y otras por otro. Al pasar unos segundos, quise recuperar esa
página, la busqué por el suelo pero no la encontraba. En ese instante sonó la
voz de mi abuela, que parecía estar intentando abrir la puerta del sótano. Por
suerte, parecía atascada. Me di prisa para guarda las hojas en aquel libro,
todas las cosas en aquella caja y el cristal…Me quedé mirándolo y dudé por un
instante. Finalmente me lo guardé en el bolsillo. Aquella caja la escondí
debajo de una mesa, tapada por baúles polvorientos y mantas viejas que estaban
por ahí totalmente olvidadas. Mimí se introdujo entre dos estanterías, yo la
llamé por lo bajo pero no me hizo caso alguno. Preocupada por lo que podría
pasarle a Mimí, y a mi si la abuela lo supiera, la seguí con dificultad. Al
pasar aproximé aquellas estanterías lo máximo posible y seguí a Mimí por aquel
misterioso laberinto de estanterías, en las que cada vez rebosaban más los libros
y cada vez de mayor grosor, y al parecer, antigüedad. Mi abuela logró entonces
abrir la puerta, porque pude diferenciar mejor como me llamaba bastante
enojada. Me di prisa en seguir a Mimí, que se paró delante de una puerta. Mimí
esperaba a que abriese la puerta. Mimí era muy lista; se sabía todos los
escondrijos, accesos viejos, pasadizos y cosas similares de la casa. Además, a
diferencia de mi, poseía un gran sentido de la orientación. Más de una vez me
salvaba de una regañina gorda de la abuela. Incluso, era con la única con la
que tenía cariño. Era mi única amiga, mi verdadera familia. Más que cualquier
humano, consideraba que Mimí sabía escucharme y atenderme. Incluso me
comprendía. La apreciaba, porque era una gatita excepcional y fiel.
Antes
de que la abuela lograse bajar todas las escaleras, yo ya había cerrado aquella
puerta, cuidadosamente para que no se escuchase el chirrido que hacía al
cerrarse. Esa puerta llevaba a una escalera interna de caracol. La subí con
Mimí en brazos para evitar que se lastimara las patitas, enganchándose en uno
de los huecos que tenía su estructura metálica. Aquella puerta me llevó a otras
puertas de la casa, sin embargo estaban cerradas con llave o ni si quiera había
opción de abrirlas. Subí hasta que Mimí comenzó a maullar. Eso significaba que
esa era la puerta que debía de tomar. Al abrirla, me encontré con otra pared.
Con algo de ayuda de Mimí y sus señalizaciones mediante zarpazos, logré
recordar la forma de encontrar la puertecita por la que salir. Aquello, era el
armario de mi habitación. No era la primera vez que entraba por allí y lograba
burlar la vigilancia de la abuela. Cerré las puertas del armario y me tumbé en
mi cama. Mimí acudió a mi encuentro, llenándome de pelos blancos la cama.
Comenzó a ronronear cuando le acaricié entre las dos orejas.
-Esto
dejará de ser divertido cuando nos pille.-Esbocé una sonrisa cuando Mimí
comenzó a cerrar sus ojos.
Ahora
que había escapado de la regañina de la abuela, leería algún libro de los que
tenía por mi estantería. Por desgracia, hoy no lo leería con tantas
expectativas después de aquello que había presenciado en el sótano. Debía
volver a por ese libro, debía hacerlo. Podría investigar aquella extraña
lengua, con sus jeroglíficos y sus dibujos explicativos. También, podría
recuperar las hojas que faltaban de aquellos documentos tan valiosos. Pero el
miedo volvió a encarnarse en mi piel, como en mis pesadillas diarias, cuando se
me pasó por la cabeza la idea de que aquella criatura pudiese existir de
verdad. Mi prisa por encontrar todo aquel contenido de aquella caja aumentó.
Quizás, si existiera correría peligro. Y de ser eso cierto, prefería no saber
nada de esa criatura tan sañuda. En cambio, si estudiaba a fondo aquella
criatura podría tener alguna probabilidad de encontrar la forma de escapar de
sus garras, en caso de que ninguna lechuza acudiese a mi rescate. Incluso,
podría llegar a exterminarla. Ir en su búsqueda y acabar con mis pesadillas. Me
apreció la opción más acertada. Además, no podía evitar aquella irresistible
tentación de curiosear objetos mágicos sobrenaturales. Lo deseaba desde que era
una niña, y ahora que había llegado la hora no pensaba dejar escapar aquella
aventura fantástica.
Extraje
cuidadosamente aquel cristal de mi bolsillo. Lo puse en la palma de mi mano y
comenzó a flotar sobre ella, dejándome ver ese brillo azulado en todo su
esplendor.
Mimí
contempló, como yo, aquel cristal. Ladeó su cabeza y movió la cola de forma
elegante.
-¿Me
acompañarás mañana a por ese libro, Mimí?
La
gatita maulló y me miró. Luego me lamió la mano y sugirió que le acariciase,
pasando por debajo de la mano que me quedaba libre.
-De
acuerdo, trato hecho.-Comencé a acariciarla y Mimí volvió a entornar sus
ojos.-Yo te doy mañana doble ración de esas galletitas que tanto te gustan, y a
cambio, me acompañas.
Volví
a guardarme el cristal en el bolsillo. Al poco rato de leer el libro que había
seleccionado de mi estantería, me había quedado completamente dormida.